sábado, 15 de agosto de 2009

Desde una letra de rock III (ensayo) por Martín Perez Antelaf

Solo la pluma que dura lo que un suspiro, pero conmoviendo plenamente, modificando nuestro pecho con toda la carga del cielo en la tierra, o tal vez de la tierra en el cielo, solo esa pluma nos hace escribir.
Ya no hay medias tintas: solo ese terrón de serafín –sin dejar de ser éste- que se derrama por nuestro cuerpo, creando el alboroto que estalla en el sinsentido, que nos deja sonrientes en nuestro desmayo, con la respiración agitadísima… eso es lo que llega para irse.
Es ese amor que destroza lo que ya no es porque, al traernos acá, más acá, deshace la superstición de un mundo por fuera y superior de este. Así ese amor excita la imaginación exhalando realmente otro mundo.
Ese amor dura un golpe de pecho, esa canción dura lo que una gota de transpiración logra recorrer en un beso, tiempo divino.
Y se larga la palabra que se abre así misma al dejarse penetrar por otra, que huele a canción. Sabe que no hay otra manera de darse eternamente más que entregándose al aire, a la tempestad increíble. ¿Hay acaso otro modo de jugar el juego?
Así, esa dulzura primera, de a gotas únicas e irrepetibles, no pueden, sin saberlo, en su plenitud deseosa más que hacer añicos cualquier estandarte caduco, silencioso y silenciador, sofocante en su voluntad de inmovilidad. Así dejan de ser, desde el comienzo, dulzura primigenia, para ser eternas en ese momento exacto y dinámico.
La pluma que acaricia sin formas ni pensamientos secos, regalando letras, dando a luz esas oraciones que serán luego la sangre del amante, listas para ser derramadas en el regocijo del olvido vivificante; esa pluma abre la palabra como don, como entrega excesiva y, por tal, deliciosa. La letra de esa pluma no pretende ser aquello esplendoroso: quiere ser, siendo, otra cosa deliciosa, rebosante.
Momentos furiosos, de labios carmesí, y también de roces de manos y voces muchas.
Instantes fugaces, inevitablemente luminosos, vitalmente dados en parpadeos somnolientos, sonrientes.
No hay soledad en el correr del viento, no hay quietud en el reino de lo diverso.
Lo enorme del alba no dura siglos ni meses, ni siquiera un día entero. Y sin saberlo, asoma el gran mediodía.


Ventiscas de marzo
Luís Alberto Spinetta (Prive, 1986)


Una vez
ven aquí
ángel de trueno
con tu luz
veo así a través de un gigantesco día

y viene y va
sin pensar
tu corazón, de viento
y otra vez, al latir
mueve toda palabra intensamente herida al decirse

un amor que permanece intacto
inexorablemente expuesto al aire

oh mi amor
espero una carta de tu alma
esta vez es así
te veo fuego
quemando relojes atrasados por siempre
es una hoja que se bancó el diluvio
sólo una hoja que se bancó el diluvio

las ventiscas de marzo quemarán mi soledad
las ventiscas de marzo quemarán mi soledad
en un único iceberg derritiéndose hacia el sol de tu amor

oh mi amor
espero una carta de tu alma
y veo
a través de un gigantesco día
y viene y va
sin pensar
tu corazón de viento
y esta vez al latir
te veo fuego
quemando relojes atrasados por siempre

como una hoja que se bancó el diluvio
un capeleti que se bancó el diluvio

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